Rescato en el día de Sant Jordi de hoy este fragmento de la gran obra de Gabriel García Márquez "Cien años de soledad", en el que la altiva y a la vez incomprendida Fernanda del Carpio, mi personaje favorito de la novela, estalla y, a modo de soliloquio, empieza a soltar lo que su viperina lengua ha callado durante tanto tiempo:
Aureliano Segundo no tuvo conciencia de
la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió
aturdido por un abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la
lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndole de que la
hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en una casa de
locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba bocarriba a
esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los
riñones tratando de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde
había tanto que hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios
hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo
de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días, Fernanda, ni
le habían preguntado aunque fuera por cortesía porqué estaba tan pálida ni
porqué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba,
por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo
la había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como
un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella
por los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola
lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que
ella era de las que confundían el culo con las témporas, bendito sea Dios, qué
palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del
santo padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de Jose
Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las
puertas a una cachaca, imagínese, a una cachaca mandona, válgame Dios, una
cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el
gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a
ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía
el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella
que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único
mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenada frente a
dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de
risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era
cosa de cristianos sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos
cerrados cuándo se servía el vino blanco y de qué lado y en qué copa, y cuando
se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de
Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y
el vino rojo de noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de
no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel
Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar
con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que
ella no cagaba mierda sino astromelias, imagínese, con esas palabras, y para
que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores
en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de
mucha heráldica, pero que lo que tenía adentro era pura mierda, mierda física,
y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia
hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia,
pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de
parte de su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su
autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y
soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde
nunca se dolió ni se privó de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de
entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y
el sello de su anillo impreso en el lacre, solo para decir que las manos de su
ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el
clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su
casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella
paila del infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella
acabara de guardar sus dietas de pentecostés ya se había ido con sus baúles
trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una
desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho,
a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era
una, que era una..., todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio
o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios,
obediente de sus leyes y sumisa a sus designios, y con quien no podía hacer,
por supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por
supuesto se prestaba a todo como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo
bien, porque estas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la
puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y
bienamada de doña Renata Argote y Fernando del Carpio, y sobre de este, por
supuesto un santo varón, un cristiano de los grandes, caballero de la Orden del
santo sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de
conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los
ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas".
Sin duda, Fernanda es uno de los mejores personajes de Cien Años de Soledad, no sé por qué no ha despertado tanto interés como otros. Pero ese fragmento así como toda su personalidad y su cultura, son una maravilla dentro del libro. ¡Saludos!
ResponderEliminarSin duda, Fernanda es de lejos mi personaje favorito de la novela. A mí como español lo de "la ahijada del Duque de Alba" y lo de "una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares" me mata de risa. En general, los personajes femeninos de Cien años de soledad me parecen infinitamente más interesantes que los masculinos. ¡Un cordial saludo!
Eliminar¡Gracias! es mi parte favorita de todo el libro, la más auténtica, la más honesta...
ResponderEliminarEstá también es una de mis partes favoritas del libro, pero en general me parece que la única función del corto papel que juega Fernanda en todo esto es enmarcar el contraste que existe entre la gente de la costa en Colombia y las otras cuatro regiones. La región Caribe que es donde se recrea éste libro es muy diferente al resto del país, es la única parte de Colombia donde la gente se tutea, en el resto del país se usa usted y en algunas partes vos. También es una zona bastante olvidada por el gobierno, la masacre que se describe en el libro es conocida como la masacre de las bananeras, hoy en día algunos políticos niegan que haya ocurrido. Fernanda representa eso y por eso se le rechaza, porque en Colombia casi todos tenemos apellidos peninsulares, pero los caribeños no nos ufanariamos de ello, porque es totalmente ridículo sentirse superior a alguien y porque a nadie le importa. Todas la novelas de García Márquez son evocaciones a su vida en el Caribe antes de irse exiliado a México y yo que llevo 12 años fuera del país y que ya no tengo apellidos peninsulares me siento reflejada en ellos.
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